20/1/11

EL CORO DOMINICAL

 
Sentado en el último rincón del coro dominical, Andrés rasgueaba la guitarra y cantaba con fuerzas los salmos y cánticos durante la Misa del Domingo.
Era un joven delgado y menudo, de tez pálida que evidenciaba su debilidad física y cuyo rostro denotaba lo vulnerabilidad de su salud.

Generalmente el coro, los músicos y salmistas se reunían los días viernes en uno de los salones del templo. Durante la preparación para la Misa, se designaban los cantos y se disponía del repertorio. La Misa se iniciaba a las nueve de la mañana.
Andrés había ingresado a ese grupo coral cuando cumplía los dieciocho años, desde entonces había visto como muchos jóvenes ingresaban y se retiraban conforme a las expectativas que cada uno se generaba.
Durante su permanencia vio llegar a grandes músicos. Eximios guitarristas o violinistas, tenores, sopranos y toda la gama de personajes que deambulan por las Iglesias, en las festividades, en las celebraciones y en la Misa Dominical.
Al inicio de su adolescencia alguien le había regalado una guitarra con la que practicaba largas horas para finalmente disponer de algunas melodías que interpretaba en público.
Siempre se dio cuenta de las limitaciones que tenía producto de no haber estudiado música y de no contar con las facilidades auditivas. Sus avances eran muy lentos y de mucha dificultad para la participación en las festividades litúrgicas. Definitivamente nadie educó su oído, nunca fue estimulado en el conocimiento de la música y cuando quiso hacerlo, parecía ser  ya demasiado tarde.
Cada vez que había que preparar un canto, Andrés precisaba de mucho tiempo.
Pasaba horas con su instrumento tratando de descubrir como se generaban los compases, en que consistía esa cuadratura y por qué era éste y no aquel acorde.
Tenía problemas de afinación y difícilmente captaba las tonalidades.
Lo que siempre sucedía era que el director del coro, entregaba indicaciones generales; no ocurrió que se detuviera a tratar el caso de Andrés en forma específica.
Lo que Andrés anhelaba era poder participar del coro y de las ejecuciones en armonía con los demás, le preocupaba desafinar, desentonar o descuadrarse en plena presentación.

Su experiencia de varios años siempre estuvo limitada, amén de que el ingreso de músicos de probada calidad le impedía ser designado como solista frente a la asamblea. Las exigencias del coro pasaron a un nivel superior.
El grupo incluía cuerdas, vientos y percusión, el coro lo componían tres voces lo que se transformaba en una secreta frustración porque experimentaba la certeza de que no estaría en la primera línea del coro dominical.
Estaba relegado al último rincón y allí su música pasaba casi inadvertida, al menos para el sonido de la asamblea.
Cuando por una razón muy especial, el músico principal no asistió a la liturgia, Andrés tuvo la posibilidad de tener un rol protagónico, no obstante la pasión y la entrega que eso suponía de su parte, la evidencia de sus limitaciones sólo acentúo la apreciación cruel de sus compañeros, porque la música tiene su métrica y era algo que él no podía descubrir.

Las mañanas de los días domingos, por lo general, el templo estaba repleto, cada parte de la Misa incorporaba melodías y los fieles tímidamente alzaban sus voces.
Los integrantes del coro se ubicaban en el sector derecho del altar mayor junto a las columnas y desde allí emergían los instrumentos y las voces.
El coro dominical era el gran orgullo de aquella comunidad.
Sin duda que la mayor cantidad de feligreses se hacían presentes el día llamado de "los ramos", que es el domingo que precede los ritos de la semana santa y donde cientos de personas se agolpaban  con pequeños ramos  de olivo entrelazados con palmas.
Era la celebración que más cautivaba el espíritu de Andrés. De muy niño su madre le habló de este día domingo y le enseñó la melodía que él siempre quiso interpretar:
Misericordia Dios mío por tu bondad,
por tu inmensa compasión , borra mi culpa,
lava del todo mi delito, limpia mi pecado
pues yo reconozco mi culpa...
Este salmo lo memorizó, lo aprendió en su guitarra y sin duda era la oración íntima que le conectaba con Dios y que con mayor frecuencia brotaba de su pecho.
Tenía una especial significación, puesto que a través de este canto pudo establecer el vínculo que le permitió integrar la asamblea de los jóvenes de la Iglesia.
La festividad del domingo de ramos que se aproximaba, le encontró como cada año, con una ansiedad por participar junto al coro en la gran asamblea que iniciaba la conmemoración de Semana Santa.

Esa mañana, junto a las columnas del templo, Andrés integraba el coro dominical sentado en el rincón posterior. Se sentía muy débil y su palidez era mucho más intensa, sentía que su pecho estaba compungido y un temblor recorría su cuerpo, solía ocurrir, pero pronto estaría todo bien.
Una gran asamblea repletaba el templo y los instrumentos y las voces cantaban:
Santo, santo, santo.
Los cielos y la tierra están llenos de ti
Hosanna, hosanna.
Pero algo ocurrió.
Andrés luego de una repentina convulsión, se desplomó de su silla, su piel fría y una violenta detención de su ritmo cardíaco provocaron la detención de su respiración y la melodía se ahogó en su pecho. Quedó tendido sobre el piso.
Su mano rígida y pálida apretó el instrumento y sus ojos quedaron fijos en algún punto de las paredes.
La brisa de la mañana, trasportó el perfume de las hierbas hacia el interior del templo y la asamblea de los fieles, al son de los instrumentos aún entonaba:
Bendito el que viene en el nombre del Señor,
Hosanna en lo alto del cielo.
Una leve sonrisa apareció en el delgado rostro del joven, sus compañeros nerviosa y discretamente retiraron su cuerpo tras el resto de los integrantes del coro, lo deslizaron y le pusieron en uno de los sillones laterales que se encontraba cerca de la sacristía. En ese lugar los fieles no se habían acercado, y en realidad nadie a excepción de sus amigos del coro, se enteraron de lo que ocurría.
El eco del templo multiplicaba el coro y los instrumentos:
Amar como tu amas, sentir como tú sientes
mirar a través de tus ojos, Jesús. Estoy aquí
¿Qué quieres de mí?

Desde aquel lugar del templo, Andrés vio como las paredes grises se transformaron en marfil transparente y el encielado recibió los fulgores multicolores. El brillo de las columnas de madera se transformó en metal precioso y el perfume húmedo del otoño, dio paso a los aromas y bálsamos del oriente y occidente en una conjunción de magníficos olores. Desde un punto del espacio llegó el aroma del nardo índico , se desplegaron las brisas doradas y el cielo se abrió.
Las nubes se transformaron como la tormenta con la fuerza del sol, pero no eran las nubes , ni era el sol, era más bien la plenitud del color y de la vida que dejó asomar los esplendores de una alba eterna, límpida y fragante.
Y a una comenzaron a vibrar todos los instrumentos, que eran cientos de miles que endulzaban la brisa con la más sublime y colosal melodía. La música llenaba el firmamento dorado, como no lo harían al unísono, los trinos de las diez mil especies de aves emigrando por el cielo y como tal vez lo soñó el compositor más virtuoso del planeta.
Y a los cientos de miles de instrumentos, a los violines, a las cítaras, a las arpas, a los violoncelos, a los laúdes y trombones, se unieron las miles de voces en perfecta armonía y con los cientos de matices y registros que no se encontraron en la polifonía de los coros más virtuosos.
Esta era la plenitud de la música  que no podrían contener los pentagramas de todas las generaciones y que se transportaba en una atmósfera celeste indescriptible, produciendo notas desde los cuatro puntos. El concierto de mayor musicalidad del hombre, se escucharía como un pequeño acorde en el majestuoso concierto de la eternidad, donde cada nota parecía cubrir el universo pero al mismo tiempo sonaba a los oídos como una intimidad de exclusiva reserva.
Las melodías invadían un espacio tornasol, las notas eran nítidas y podía reconocerse cada instrumento, cada timbal, cada salterio, cada fagot, cada oboe, cada pandero, cada rabel cada címbalo; pero al mismo tiempo su conjunto era perfecto. Algo así como una brisa musical elevándose más allá de la percepción del oído del hombre.

Andrés se encontró maravillado en medio de la música, envuelto por el color y el perfume que inundaba el colosal escenario, era una diversidad de fragancias que parecían el aromata, pues la conjunción del jazmín y el ámbar se mezclaban con las esencias de sándalo o guayanas o tal vez todas las especies de los mercaderes de Saba y Reema.
Trasportado en un suave suspiro, recorrió los cantos angélicos, similares a los gregorianos de donde emergían los tenores y los barítonos.
Caminó como la música, entre las notas agudas de los sopranos y contraltos en el espectáculo colosal de cientos de miles de instrumentos, clarinetes y fagot, flautas y liras, salterios y arpas.
Sin embargo, un impulso incontenible y poderoso le hizo dirigirse al lugar donde estaban los violines, allí cientos de maestros vestidos de blanco ejecutaban con tal maestría las piezas melódicas en el concierto celestial.
Y descubrió que los maestros eran incontables y que el sonido de cada violín era único.
El impulso le detuvo frente a uno de los violines y observó al maestro a quien sonrió.
El concierto celestial cesó por unos segundos y se hizo un gran silencio. El silencio también era la música.
Los maestros quedaron impávidos.
Andrés descubrió el corazón de toda la música y la secuencia de todos los compases, todo era luz y paz, todo simplicidad y equilibrio.
Tomó pues el violín , extrajo una pequeña nota y corrigió su afinación. Los maestros observaron y esperaron la orden para reanudar el concierto.
Eran miles de violines.
Dios le concedió en el reino eterno el oído más sensible que puede tener el más virtuoso ser del universo. Le otorgó el dominio sobre la música de los ángeles y de los arcángeles y le asignó el lugar frente a los coros de los serafines que cantan sin cesar por toda la eternidad.

En el templo, el coro dominical cantaba y la asamblea participaba de la comunión del pan.



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