7/3/11

ÁLVARO

 
Hacía ya más de quince días que Álvaro iba y venía intranquilo, con su mente puesta en aquella tela blanca que permanecía inmóvil y muda en el atril.
Desde su última pintura quedó insatisfecho y vacío pensando que podría tal vez obtener mejores resultados. Pero hasta hoy, en vano luchaba por encontrar una respuesta.
Había adquirido una tela más grande que lo habitual, pues, generalmente, el tamaño que usaba le quedaba estrecho para la contención de su ímpetu, una vez que tomaba los colores. De esta manera derrochaba el óleo inútilmente sin hacer el cálculo adecuado. La última vez-pensó-mientras caminaba a la tienda, quedó una gran cantidad de amarillo y rojo sin usar y en realidad ya todo el espacio de la tela se hacía estrecho y limitado.
Por esta razón, una tela de amplias dimensiones, le ayudaría en su nueva creación.
No obstante ahora, recorría su taller de lado a lado, miraba sus creaciones anteriores, recordaba las reproducciones de clásicos famosísimos, examinaba su mente y su memoria recorriendo con el pensamiento calles, avenidas, parques, mercados y senderos buscando los nuevos elementos que configurarían su nueva pintura.
Era inútil, nada parecía vibrar en su inspiración.
Sobre el viejo escritorio y en torno al atril docenas de bocetos, decenas de croquis que podrían convertirse en la pintura definitiva.
Con estos mismos pensamientos se había dormido la noche anterior, mirando en la oscuridad las siluetas de los árboles que se movían en el cristal de los ventanales. En sueños le pareció estar pintando algo, pero al amanecer la imagen se tornó indescifrable.
Álvaro permaneció sentado en su pequeño taller, mirando la tela blanca con un carboncillo en la mano y con muchas hojas de dibujo sobre la mesa.
Así le sorprendió el mediodía.
Su impavidez fue decreciendo hasta convertirse gradualmente en una angustia que le aquejó amargamente.
Lo que no comprendía era por que precisamente ahora tenía este gran vacío de creación. Lo más natural era  que sus manos y su mente le permitieran crear como siempre fue cuando sus manos deslizaron suavemente la pintura sobre la tela.
Le sorprendió el horario del almuerzo.
Le bastó un par de huevos y una fruta. Decidió que lo mejor sería caminar por algún rincón de la ciudad.
Observó con atención el día y como vio que el otoño amenazaba lluvia, decidió abrigarse con un  chaleco de lana. Tomó su carpeta y su tablero, aseguró la cerradura de su taller y salió.
Caminó largamente por el centro de la ciudad, se detuvo para contemplar las nuevas construcciones, observó las palomas de la iglesia y puso su mirada en las alturas.
Por la  calle muchos rostros iban y venían ajenos a su creación y a su mirada: hombres de faz rasurada con ese aire especial de quien domina la ciudad, distrayendo la mirada en los diarios de la esquina o en el cutis de cada mujer que pasa. Observó a los estudiantes deambulando como él por todos los portales en donde las tiendas exhiben sofisticados vestuarios.
En algún punto tropezó con la policía política que siempre evidenciaba su presencia y que fijaban la mirada en las personas algo diferentes.
Más tarde tomó dirección hacia el parque.
Ahora hacía frío y el cielo estaba revuelto. Caminó a través de los árboles y el césped. Caminó en el sentido contrario de mucha gente y pensó en el arte:
¿Qué era el arte? Meditaba,  crear, elevarse muy alto por sobre las demás criaturas y por sobre los elementos. Era volar y volar en las alturas, cerca de la divinidad, porque desde allí  las cosas y las formas adquieren una dimensión nueva.
Pero al mismo tiempo, crear era descender, ubicarse tan cerca de la tierra, hasta poder tocar la arena con los ojos, hasta poder sentir en la frente el paso de los insectos, y escudriñar los pensamientos del hombre, porque de esta manera la creación estará al alcance de todos.
Pensó que habría que estar muy arriba, junto a las estrellas, pero tan abajo como la tierra misma y así el camino de la creación interpretaría nuestras realidades.
Una, otra y otra, las leves gotas de lluvia tocaron su faz. Una débil garúa, la primera del año, casi imperceptible. Era el día viernes y el parque se encontraba desierto, en la larga avenida de árboles viejos y escaños grises no había nadie.
En aquel lugar la naturaleza era hermosa, la majestuosidad de la hierba y su frondosidad golpeaban sus sensibles pupilas, su corazón se conmovió porque el cielo descendía y la naturaleza le pertenecía. Muy lejos de allí se escuchaban los bocinazos e instrumentos de percusión.
Caminó por la hierba esponjosa como si el camino ya estuviese trazado mientras el arco de follajes ocultaba un cielo gris de intensa luminosidad y llegó a ese lugar extraño.
    
Oculto en el último rincón del parque había un gran rectángulo. Algo semejante a una inmensa pista de bailes o a un gran escenario que con seguridad tenía que ver con una construcción antigua.
En los costados se levantaban unos pilares similares a las grandes columnas de los templos griegos que siempre vienen en las postales.
Álvaro permaneció contemplando el movimiento de la brisa y luego descendió para sentarse a los pies de un descolorido pilar amarillo. Era hermoso el lugar y desde allí dominaba esa gran pista, el césped y los escaños.
Preparó  sus carboncillos y su  tablero de dibujo.
En ese momento, cuando al mirar hacia el costado apareció la imagen que extrañamente no había percibido: A corta distancia, sentada junto a otra columna, una muchacha le observaba atentamente. Largos sus cabellos y su mirada perdida en algún punto. Esta vez sonreía y miraba con mucha curiosidad como Álvaro iniciaba los trazos en el papel.
No fue interesante para la muchacha las trivialidades de la charla de Álvaro, más bien se distraía mirando el movimiento de la hierba y el follaje de los árboles vagando con su mente en lejanos pensamientos. Sus ojos tan pronto parecían luminosos y vivos, como tristes y somnolientos y su sonrisa momentánea se transformaba en una delicada rigidez.
Álvaro dejó su tablero, las gotas de lluvia se transformaron en brisa y en aquel lugar surgió una pequeña primavera. Caminaron por el prado húmedo mientras la niña hablaba del infinito y de las estrellas que titilan desde millones de años, habló de las órbitas de los globos luminosos y de los planetas que son cobijados por muchas lunas celestes. De pronto enmudecía y sólo se escuchaba el roce de los pasos al caminar sobre la hierba.
La noche llegó prontamente y la ciudad encendió sus farolas...


Sentado en el último asiento del bus, recorrió con el recuerdo aquel día y el último encuentro de la tarde, sin duda la noche sería extensa.
Iluminó su taller y sintió esa extraña inspiración que domina el alma del artista. Tomó una hoja y sus dedos rasgaron la blancura, allí apareció el rostro de la niña de la tarde entre la hierba.
Entonces vino a él una obsesiva pasión, la tela más grande conservada los últimos días, la ubicó en el atril. los colores escaparon, las pinceladas se reactivaron, apareció en su mente el mismo cielo gris, el verde azulado de los árboles, el mismo fulgor de la brisa, la mirada perdida e intensa, los cabellos mecidos al viento y su inquietante ímpetu por los colores y la libertad de deslizar los pinceles en los espacios de la tela.
La pintura le acompañó durante la noche, sin sueño y sin cansancio y cuando el clarear del alba apareció por el oriente observó la pintura y sobre el sillón se durmió.

En su breve sueño, siguió pintando y vagó por el espacio entre formas y colores.
El sol de la mañana iluminó su faz cansada y sin afeitar. Sus labios rojizos descansaron en su mano derecha y su cabello gris y revuelto le cubrió la frente.
Entre los colores de la noche anterior y el trinar de las avecillas que saludaban el tenue sol de la mañana, Álvaro se despertó.
Allí estaba la tela que esperó por tanto tiempo el roce del pincel y la pulcritud de su tratamiento. La pintura dejaba ver el rostro de  una hermosa muchacha de cabellos largos y grises que caían sobre el hombro semi levantado, en otro plano estaba el parque y más allá el cielo luminoso de la tarde.
La noche fue muy breve y el deseo de pintar, muy intenso, de modo que esta mañana al observarlo con una lucidez renovada, su mirada se tornó más crítica.
Era, sin duda la misma muchacha, el rostro delicado y pequeño, algo de palidez. Sus labios finos diminutos y redondeados y el mismo cabello. Parecía como que descansaba en las antiguas columnas bajo la tarde gris y con la brisa juguetona. Era ella.
Mas, algo estaba ausente, tal vez la mirada, tal vez la exuberante naturaleza, tal vez el gris del cielo o quizás la transparencia de su cutis. Algo estaba ausente.
Álvaro entonces una vez más quiso revivir las imágenes, se levantó y mezcló los colores sobre su paleta, concentró su trabajo y modeló una vez más ese rostro y todo el entorno de la magia del tarde anterior.
Las horas se desvanecieron ante el atril a tal punto que la lámpara que permanecía encendida, le sorprendió con el ocaso de la tarde e iluminó el taller al caer la noche.
No consumió alimentos ni descansó, sólo muy tarde, cuando ya los ruidos se multiplican en la complicidad del silencio nocturno, rendido, contempló satisfecho su obra y no tuvo fuerzas para contrarrestar el sueño.
Durante la noche, su astral le llevó a mundos fantásticos. Un coro de luciérnagas, grillos y aves pequeñas le acompañó en su vigilia. Caminó por un sendero profundo y vio que el cielo descendía en tonos multicolores, la intensidad del violeta y del carmín construían un mundo de formas desde donde emergían unos ojos grandes y penetrantes, las pupilas del parque y la misma mirada que le vio dormirse desde la tela. 
El tiempo y el espacio perdieron las proporciones y muchos seres extraños se aproximaban a él. La visión dulce y confusa le acompaño en un profundo sueño.


Pero algo inesperado ocurrió a la siguiente mañana.
Aún algo adormilado dirigió su mirada a la tela sobre el atril y lo que presenció fue inexplicable, se acercó más aún para ver el espectáculo y lo que vió le pareció horrible:
Sobre el extremo del atril, los colores se habían unido en un espectral tono gris. Sobre el tramado de la tela los colores se escurrieron como si un extraño y desconocido líquido hubiese sido arrojado de arriba a abajo, algo similar a que se derrame pintura sobre un muro húmedo.
El rostro de la muchacha ya no estaba allí, ni el verde majestuoso de la tarde ni la luminosidad del cielo.
Era como la prolongación de su sueño.
Álvaro no encontró una explicación a todo lo que sus ojos veían, examinó con atención la tela y sólo parecía como una aguada de diluyente, la que usan los artistas en la parte previa de la aplicación del óleo.
Sin embargo, al mirar el contraluz que casualmente Álvaro lo hizo, podía apreciarse una extraña figura concéntrica que delineaba un sinfín de fractales con su interminable secuencia de formas. Algo muy extraño que nunca estuvo en su diseño.
Álvaro sintió que una lágrima humedecía sus mejillas e intentó atisbar el paisaje exterior que ocultaba una niebla fría. 
La muchacha había expresado una indecifrabale frase al perder su mirada en el infinito y ahora la recordó:
¿Creerías tú que a veces las palabras como los suspiros y los viajes en el tiempo, duran miles de años?
¿Podrías creer que esa estrella que se asoma, hoy ya no existe..?








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